Ayer tarde se terminó, con la procesión triunfal, la Octava de plegarias y adoraciones a nuestro Señor Jesucristo, presente en la Eucaristía. Hoy la Iglesia nos exhorta a honrar de una manera especial, durante toda una nueva Octava, a su Corazón Sagrado, cuya inmensa ternura nos ha revelado ya el Sacramento. Y para animarnos a honrar a este divino Corazón con mayor devoción, Pío XI (enciclica Miserenissimus Redemptor) elevó esta fiesta al rito de doble de primera clase e igualó su Octava a las de Navidad y la Ascensión.
El culto del Sagrado Corazón, escribió el Cardenal Pie, es la quintaesencia del cristianismo; el compendio y sumario de toda la religión. El cristianismo, obra de amor en su principio, en su progreso y consumación, con ninguna otra devoción se identificará tan absolutamente como con la del Sagrado Corazón.
Objeto de la Devoción al Sagrado Corazón
El objeto de la devoción al Sagrado Corazón, es este mismo Corazón, abrasado en amor hacia Dios y los hombres. Desde la Encarnación, efectivamente, Nuestro Señor Jesucristo es el objeto de la adoración y amor de toda creatura, no sólo como Dios, sino también como Hombre-Dios. Hallándose unidas la divinidad y la humanidad en la única persona del Verbo divino, merece todos los honores de nuestro culto, tanto en cuanto hombre, como en cuanto Dios; y así como en Dios son adorables todas las perfecciones, todo es adorable también en Cristo: su Cuerpo, su Sangre, sus Llagas, su Corazón; y por esto ha querido la Iglesia exponer a nuestra adoración, estos objetos sagrados.
El Corazón de Carne del Hombre-Dios
El día de hoy nos muestra de una manera especial el Corazón del Salvador y quiere que le honremos, ya lo consideremos en Sí mismo, o como el símbolo vivo de la caridad.
Es digno de nuestro culto por Sí mismo este Corazón de Jesús, aunque no sea nada más que un poco de carne. ¿No es el corazón en la vida natural del cuerpo humano, el órgano más noble y más necesario, el encargado de distribuir a todos los miembros, la sangre que los vivifica, que alimenta, regula y purifica? Adorar el Corazón de Jesús, es adorar, por decirlo así, en su principio, en su misma fuente, la vida de sacrificio y de inmolación de nuestro Salvador. Es adorar el precioso receptáculo donde quedaban las últimas gotas de sangre, esperando que llegara la lanzada de Longinos, para derramarse. Este Corazón traspasado, permanecerá así eternamente, testigo de una vida que se ha entregado toda entera por la salvación del mundo.
El corazón de carne ocupa también un lugar preferente en el orden moral. Siempre se le ha considerado como sede de la vida afectiva del hombre, porque es el órgano en que repercuten, de modo más perfecto todos los altos y bajos de la vida. Las pulsaciones laten en ritmo armonioso con nuestros sentimientos, emociones y pasiones. El lenguaje ha admitido esta manera de ver; el corazón es quien ama, quien se compadece, sufre, quien se consagra y se da. Y así como la bajeza del corazón es origen de todos los vicios, el corazón noble y distinguido, es fuente de donde fluyen con el amor, todas las demás virtudes. Jesús, verdadero hombre, habló así de sí mismo. Ha ofrecido su corazón humano a nuestra consideración, mostrándolo aureolado de llamas ardientes y diciendo: "¡He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres!", que; le ha llevado a soportar todos los sufrimientos y miserias de la humanidad, que se ha compadecido de la inmensa multitud de las almas, que le ha inspirado la idea de multiplicar los milagros, y la de instituir la sagrada Eucaristía y fundar la Iglesia, de padecer y morir para rescatarnos.
Si el corazón es para nosotros el centro donde están reunidas, el foco de donde irradian las cualidades y virtudes, si acostumbramos a venerar los corazones especialmente bienhechores, ¡Cuánto más debemos honrar el Corazón de Jesús, santuario y tabernáculo de todas las virtudes! Los Himnos y Letanías del Oficio las recuerdan! con numerosas invocaciones que ponderaremos y meditaremos durante estos días. Y para persuadirnos más aún de la importancia y utilidad de la devoción al Sagrado Corazón, oigamos lo que decía un piadoso cartujo de Tréveris, muerto en 1461. Sus palabras nos indicarán todo lo que debemos hacer para penetrar y vivir conforme a las intenciones de la Iglesia, que son las mismas de su celestial Esposo:
"Si queréis purificaros de vuestros pecados fácil y perfectamente, libraros de vuestras pasiones y enriqueceros de todos los bienes, ingresad en la escuela de la caridad eterna... Volved de nuevo, sumergios en espíritu..., todo vuestro , corazón y alma, en el dulcísimo Corazón de Nuestro Señor Jesucristo clavado en la cruz. Este Corazón rebosa de amor... Por su mediación tenemos acceso ante el Padre, en unidad de espíritu; abraza en su inmenso amor a todos los elegidos... En este dulcísimo Corazón hállase toda virtud, la fuente de la vida, la consolación perfecta, la verdadera luz que ilumina a todo hombre, pero de una manera especial a aquel que acude a El devotamente en las necesidades y aflicciones de la vida. Todo bien deseable se encuentra en él en abundancia; toda salvación y gracia nos llega de ese Corazón dulcísimo, no de otra parte. Es el foco del amor divino, siempre encendido en el fuego vivo del Espíritu Santo, que purifica, consume y transforma en su propio ser a todos aquellos que se unen y desean juntarse a El. Así pues, como todo bien nos llega de este dulcísimo Corazón de Jesús, debéis también referirlo todo a El, sin apropiaros nada... Confesaréis vuestros pecados en este mismo Corazón, pediréis perdón y gracia, Le alabaréis y agradeceréis... Por esto mismo, besaréis frecuentemente, con reconocimiento, este piadosísimo Corazón de Jesús inseparablemente unido al Corazón divino donde están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios, quiero decir una imagen de este Corazón, o el Crucifijo. Aspiraréis continuamente a contemplarlo frente a frente, confiándole vuestras penas; así atraeréis a vuestro corazón, su espíritu y su amor, sus gracias y sus virtudes; a El deberéis acudir en los bienes y en los males, pondréis en El vuestra confianza, os acercaréis a El, habitaréis en su intimidad, a fin de que El, en cambio, se digne hacer su morada en vuestro corazón; allí descansaréis dulcemente y reposaréis en paz. Pues, aunque os abandonen los corazones de todos los mortales, este Corazón fidelísimo jamás os engañará, ni os abandonará. No descuidaréis tampoco honrar devotamente, e invocar a la gloriosa Madre de Dios y dulce Virgen María, para que ella se digne obteneros del dulcísimo Corazón de su Hijo todo lo que necesitéis. Como correspondencia, ofreceréis todo al Corazón de Jesús por sus manos benditas".
El Misterio de Cristo
Conviene retener en la memoria el pasaje de la carta a los Efesios (III, 8-19) en que San Pablo nos descubre en términos sublimes , el amor infinito de Dios hacia las criaturas. Eternamente, Dios tiene concebido su plan que es como la razón, la explicación, el motivo de la creación; y este plan es el de llamar a la humanidad entera a participar de la vida de Cristo. Tanto amó Dios a los hombres, que les entregó a su único Hijo, para que por él y en él fueran también los hombres, a su vez, hijos suyos para la eternidad. Cristo y sus tesoros de sabiduría y ciencia, Cristo, en quien todas las naciones son benditas y todos los hombres se salvan, identificados con él en la unidad del cuerpo místico; Cristo, que mora en nosotros y que nos hace vivir de la fe y del amor, ¡he aquí el misterio que apenas vislumbraron los Patriarcas y Profetas, y que se nos revela, en el Nuevo Testamento, con una claridad incomparable! Mas el Misterio de Cristo no se completa verdaderamente sino en nosotros y con nuestra cooperación. Todas las riquezas puestas tan liberalmente por Dios a nuestra disposición, cuya fuente es Cristo: la Iglesia, los Sacramentos, la Eucaristía, tienen como único fin la santificación individual de cada una de nuestras almas. Por eso el Apóstol eleva a Dios una oración apremiante, rogándole que sus ansias de misericordia y de amor, no queden fallidas ante nuestra obstinada rebelión, que no se vean frustrados los esfuerzos realizados en el Calvario. Le hace una súplica solemne para que reine por completo en nosotros ese ser interior que se nos infundió en el bautismo, el hombre nuevo, el cristiano, el hijo de Dios, mediante la ruina del hombre viejo por una constante adhesión a Cristo, una real comunión de vida, que someta a El toda nuestra actividad. Entonces la caridad resplandecerá soberana en nosotros y la realización completa del plan divino será coronada por la felicidad eterna.
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