Del Año litúrgico de Dom Prospero Gueranger
MARÍA Y SALOMÉ. — Entre los acompañantes de Jesús resucitado, dos mujeres, dos madres, llamarán hoy nuestra atención: María, madre de Santiago el Menor y de Tadeo, y Salomé, madre de Santiago el Mayor y de Juan, el discípulo amado. Fueron al sepulcro con Magdalena, en la mañana de la Resurrección, cargadas de perfumes; oyeron a los ángeles, y al regresar se apareció de improviso Jesús, las saludó y se dignó darlas a besar sus sagrados pies. Ahora recompensa su amor, manifestándose frecuentemente, hasta que llegue el día en que se despida en el monte de los Olivos, donde se encontrarán reunidas con María y los Apóstoles. Honremos a estas dos ñeles compañeras de Magdalena, nuestros modelos en el amor al divino resucitado y glorifiquémoslas por haber dado cuatro apóstoles a la Santa Iglesia.
SANTA MÓNICA. — Hoy, al lado de María y Salomé se presenta otra mujer, otra madre, prendada también del amor de Jesús, ofreciendo a la Santa Iglesia, el hijo de sus lágrimas, un doctor, un Pontífice, uno de los más ilustres santos que ha producido la nueva ley. Esta mujer, esta madre es Mónica, dos veces madre de Agustín. La gracia creó a esta obra maestra en la tierra de Africa; y los hombres la habrían desconocido hasta el último día si la pluma del gran obispo de Hipona, guiada por su corazón filial, no hubiese revelado a los siglos futuros esta mujer cuya vida no fué sino humildad y amor, y que desde ahora inmortal aún en esta tierra, es proclamada como modelo y protectora de madres cristianas.
LAS LÁGRIMAS DE MÓNICA. — Una de las principales bellezas que encierra el libro de las Confesiones son las expansiones de Agustín sobre las virtudes y abnegación de Mónica. ¡Con qué tierno reconocimiento celebra a través de su relato, la constancia de esta madre que, testigo de los desvarios de su hijo, “le lloraba más amargamente que cuando ven otras madres a sus hijos en el féretro!'”. El Señor, que deja de cuando en cuando ver un rayo de esperanza a las almas que prueba, había mostrado a Mónica, en una visión, la futura unión del hijo y de la madre; ella misma oyó a San Ambrosio decir con autoridad, que el hijo de tantas lágrimas no podía perecer; pero las tristes realidades del presente angustiaban su corazón y el amor maternal se unía a su fe para atormentarla por causa de este hijo que huía de ella y a quien ella veía apartarse tan esquivo a Dios como a su cariño. Sin embargo de eso, las amarguras de este corazón tan abnegado formaban un fondo de expiación que más tarde aprovecharía al culpable; una ardiente y continua oración unida al sufrimiento, preparaba el segundo nacimiento de Agustín. Pero “muchas más lágrimas, nos dice él mismo, costó a Mónica el hijo de su espíritu que el hijo de su carne.
Tras largos años de angustia, la madre halló en Milán a este hijo que tan duramente la había engañado, el día en que huyó lejos de ella para ir a buscar fortuna en Roma. Le encuentra vacilante aún en la fe cristiana, pero disgustado ya de los errores que le habían seducido. Agustín había dado un paso hacia la verdad, aunque no la había reconocido todavía. “Desde entonces, nos dice, el alma de mi madre no llevaba ya el luto de un hijo perdido sin remedio; pero lloraba continuamente para obtener de Dios su resurrección. Sin haber sido conquistado aún a la verdad, al menos me había apartado del error. Estaba ella segura ¡oh Dios mío! de que no darías a medias el don cuya integridad habías prometido, y así me dijo muy serena y con el corazón confiado que por la fe que tenía en Jesucristo estaba persuadida que no moría sin verme fiel católico”.
CONVERSIÓN DE AGUSTÍN. — Mónica había encontrado en Milán a San Ambrosio de quien quería servirse Dios para acabar la conversión de su hijo. “Amaba ella al obispo, nos dice Agustín, como instrumento de mi salvación; y él la estimaba por su piadosa vida, su asiduidad a la Iglesia y por su fervor en las buenas obras; no podia por menos de prorrumpir en alabanzas al verme, felicitándome de tener tal madre'”. Llegó por fin el momento de la gracia. Agustín iluminado por la fe pensó ingresar en la Iglesia católica; pero los hechizos de los sentidos a los cuales por largo tiempo se había rendido, le retenían al borde mismo de la fuente bautismal. Las oraciones y lágrimas de Mónica obtuvieron de la divina misericordia esta última gracia que desbarató todas las resistencias de su hijo.
Pero Dios no quiso dejar incompleta su obra. Traspasado por el dardo vencedor, Agustín se reanimó, aspirando no solamente a la perfección de la fe cristiana sino también a la virtud de la continencia. El mundo con sus hechizos no era ya nada para esta alma, objeto de una intervención tan poderosa. En los días precedentes Mónica se había ocupado solícita en preparar una esposa a su hijo y refrenar así sus incontinencias; mas de repente se presentó a ella acompañado de su amigo Alipio, y la dice que, ansiando el sumo bien, se consagraba en adelante a la búsqueda de lo más perfecto. Oigamos a Agustín. “En seguida fuimos a encontrar a mi madre; la decimos lo que nos pasa, se alegra mucho, y al contarla cómo nos ha sucedido todo esto, no cabe en sí de gozo. Y ella te bendecía, oh Dios, que puedes darnos más de lo que pedimos y pensamos, porque la habían concedido para mí más de lo que te suplicaba con sus gemidos y lágrimas. Tú cambiaste su luto en una alegría que sobrepasaba con mucho su esperanza, en una alegría más querida a su corazón y más pura que la que habría tenido al ver nacer de mí hijos”‘. Pocos días después un espectáculo sublime llenó de admiración a los ángeles y a los hombres en la iglesia de Milán: Ambrosio bautizaba a Agustín en presencia de Mónica.
LAS LÁGRIMAS.— ¡Qué olvido de ti misma, oh Mónica, en esta persecución continua de la salvación de un hijo! Después de Dios vives para él y vivir de esta manera para tu hijo, ¿no es vivir para Dios que se sirve de ti para salvarle? ¿Qué te importan la gloria/y los éxitos de Agustín en el mundo cuando piensas en los peligros eternos en que incurre, cuando tiemblas al verle separado eternamente de Dios y de ti? No hay sacrificio y abnegación de que no sea capaz tu corazón de madre, para con esta rigurosa justicia, cuyos derechos no quiere frustrar tu generosidad. Durante largos días, durante noches enteras, esperas con paciencia los momentos del Señor; aumenta el ardor de tu oración; y esperando contra toda esperanza, sientes en el fondo de tu corazón, la humilde y firme confianza de que el hijo de tantas lágrimas no perecerá. Porque el Señor “movido a compasión” para contigo, como lo hizo con la afligida madre de Naín, deja oír su voz a la que nada resiste. “Joven, dice, yo te mando, levántate'”; y devuelve a la madre el hijo cuya muerte lloraba, pero de quien no había querido separarse.
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