Como la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro virtudes—que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en las bocas de todos—como distintas funciones del amor. La templanza es el amor que totalmente se entrega al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor únicamente esclavo de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme a la razón; finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos.
Este amor, hemos dicho, no es amor de un objeto cualquiera, sino amor de Dios; es decir, del Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz. Por esta razón, precisando algo más las definiciones, se puede decir que la templanza es el amor que se conserva íntegro e incorruptible para Dios; la fortaleza es el amor que todo lo sufre sin pena, con la vista fija en Dios; la justicia es el amor que no sirve más que a Dios, y por esto ejerce señorío, conforme a la razón, sobre todo lo inferior al hombre; la prudencia, en fin, es el amor que sabe discernir lo que es útil para ir a Dios de lo que puede alejarle de Él.
I. LA PRUDENCIA
- Virtud infundida por Dios en el entendimiento para que sepamos escoger los medios más pertinentes y necesarios, aquí y ahora, en orden al fin último de nuestra vida, que es Dios. Virtud que juzga lo que en cada caso particular conviene hacer de cara a nuestro último fin. La prudencia se guía por la razón iluminada por la fe.
- Abarca tres elementos: pensar con madurez, decidir con sabiduría y ejecutar bien.
- La prudencia es necesaria para nuestro obrar personal de santificación y para nuestro obrar social y de apostolado.
- Los medios que tenemos para perfeccionar esta virtud son: preguntarnos siempre si lo que vamos a hacer y escoger nos lleva al fin último; purificar nuestras intenciones más íntimas para no confundir prudencia con dolo, fraude, engaño; hábito de reflexión continua; docilidad al Espíritu Santo; consultar a un buen director espiritual.
- El don de consejo perfecciona la virtud de la prudencia.
- Esta virtud la necesitan sobre todo los que tienen cargos de dirección de almas: sacerdotes, maestros, papás, catequistas, etc.
Poco será también lo que diga de la prudencia, a la que compete el descubrimiento de lo que se ha de apetecer y lo que se ha de evitar. Sin esta virtud no se puede hacer bien nada de lo que anteriormente hemos dicho. Es propio de ella una diligentísima vigilancia para no ser seducidos, ni de improviso ni poco a poco. Por eso el Señor nos repite muchas veces: estad siempre en vela y caminad mientras dura la luz, para que no os sorprendan las tinieblas (Jn 12, 35); y lo mismo San Pablo: ¿no sabéis que ten poco de levadura basta para corromper toda la masa? (1 Cor 5, 6). Contra esta negligensia y sueño del espíritu, que apenas se da cuenta de la infiltración sucesiva del veneno de la serpiente, son clarísimas estas palabras del profeta, que se leen en el Antiguo Testamento: el que desprecia las cosas pequeñas caerá poco a poco (Sir 19, 1) ¡Voy muy deprisa, no puedo detenerme en amplias explicaciones sobre esta máxima sapientísima; pero, si fuera éste mi propósito, mostraría la grandeza y profundidad de estos misterios, que son la burla de hombres tan necios como sacrílegos, que no caen poco a poco, sino que con toda rapidez se precipitan en el abismo más profundo.
¿A qué dar más extensión a esta cuestión sobre las costumbres? Siendo Dios el Sumo Bien del hombre—y esto no se puede negar—, se sigue que la vida santa, que es una dirección del afecto al Sumo Bien, consistirá en amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu. Así se preserva el amor de la corrupción y de la impureza, que es lo propio de la templanza; le hace invencible frente a todas las adversidades, que es lo propio de la fortaleza; le lleva a renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia; y, finalmente, le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar por la mentira y el dolo, que es lo propio de la prudencia. Esta es la única perfección humana que consigue gozar de la pureza de la verdad, y la que ensalzan y aconsejan uno y otro Testamento.
II. LA JUSTICIA
- Virtud infundida por Dios en la voluntad para que demos a los demás lo que les pertenece y les es debido.
- Abarca mis relaciones con Dios, con el prójimo y con la sociedad.
- La justicia es necesaria para poner orden, paz, bienestar, veracidad en todo.
- Los medios para perfeccionar la justicia son: respetar el derecho de propiedad en lo que concierne a los bienes temporales y respetar la fama y la honra del prójimo.
- La virtud de la justicia regula y orienta otras virtudes: a) La virtud de la religión inclina nuestra voluntad a dar a Dios el culto que le es debido; b) La virtud de la obediencia que nos inclina a someter nuestra voluntad a la de los superiores legítimos en cuanto representantes de Dios. Estos superiores son: los papás respecto a sus hijos; los gobernantes respecto a sus súbditos; los patronos respecto a sus obreros; el Papa, los obispos y los sacerdotes respecto a sus fieles; los superiores de una Congregación religiosa respecto a sus súbditos religiosos.
¿Qué diré de la justicia que tiene por objeto a Dios? Lo que afirma Nuestro Señor: no podéis servir a dos señores (Mt 6, 24); y la reprensión del Apóstol a quienes sirven más bien a las criaturas que al Creador (cfr. Rm 1, 25), ¿no es lo mismo que lo dicho con mucha antelación en el Viejo Testamento: a tu Señor Dios adorarás y a Él sólo servirás? (Dt 6, 13). ¿Qué necesidad hay de citar más, cuando todo está lleno de semejantes preceptos? Esta es la regla de vida que la justicia prescribe al alma enamorada: que sirva de buena gana y gustosamente al Dios de sus amores, que es Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz; y que gobierne todas las demás cosas, unas como sujetas a sí, y otras como previendo que algún día lo estarán. Esta regla de vida la confirma, como decimos, el testimonio de los dos Testamentos.
III. LA FORTALEZA
- Es la virtud que da fuerza al alma para correr tras el bien difícil, sin detenerse por miedo, ni siquiera por el temor de la muerte. También modera la audacia para que no desemboque en temeridad.
- Tiene dos elementos: atacar y resistir. Atacar para conquistar metas altas en la vida, venciendo los obstáculos. Resistir el desaliento, la desesperanza y los halagos del enemigo, soportando la muerte y el martirio, si fuera necesario, antes que abandonar el bien.
- El secreto de nuestra fortaleza se halla en la desconfianza de nosotros mismos y en la confianza absoluta en Dios. Los medios para crecer en la fortaleza son: profundo convencimiento de las grandes verdades eternas: cuál es mi origen, mi fin, mi felicidad en la vida, qué me impide llegar a Dios; el espíritu de sacrificio.
- Virtudes compañeras de la fortaleza: magnanimidad (emprender cosas grandes en la virtud), magnificencia (emprender cosas grandes en obras materiales), paciencia (soportar dificultades y enfermedades), longanimidad (ánimo para tender al bien distante), perseverancia (persistir en el ejercicio del bien) y constancia (igual que la perseverancia, de la que se distingue por el grado de dificultad).
Poco tengo que decir sobre la fortaleza. Este amor de que hablamos, que debe inflamarse en Dios con el ardor de la santidad, se denomina templanza en cuanto no desea los bienes de este mundo, y fortaleza en cuanto nos despega de ellos. Pero de todo lo que se posee en esta vida, es el cuerpo lo que más fuertemente encadena al hombre, según las justísimas leyes de Dios, a causa del antiguo pecado (...). Este vínculo teme toda clase de sacudidas y molestias, de trabajos y dolores; sobre todo, su rotura y muerte. Por eso aflige especialmente al alma el temor de la muerte. El alma se pega al cuerpo por la fuerza de la costumbre, sin comprender a veces que—si se sirve el bien y con sabiduría—merecerá un día, sin molestia alguna, por voluntad y ley divinas, gozar de su resurrección y transformación gloriosas. En cambio, si comprendiendo esto arde enteramente en amor de Dios, en este caso no sólo no temerá la muerte, sino que llegará incluso a desearla.
Ahora bien, resta el combate contra el dolor. Sin embargo, no hay nada tan duro o fuerte que no sea vencido por el fuego del amor. Por eso, cuando el alma se entrega a su Dios, vuela libre y generosa sobre todos los tormentos con las alas hermosísimas y purísimas que le sostienen en su vuelo apresurado al abrazo castísimo de Dios. ¿Consentirá Dios que en los que aman el oro, la gloria, los placeres de los sentidos, tenga más fuerza el amor que en los que le aman a Él, cuando aquello no es ni siquiera amor, sino pasión y codicia desenfrenada? Sin embargo, si esta pasión nos muestra la fuerza del ímpetu de un alma que—sin cansancio y a través de los mayores peligros—tiende al objeto de su amor, es también una prueba que nos enseña cuál debe ser nuestra disposición para soportarlo todo antes que abandonar a Dios, cuando tanto se sacrifican otros para desviarse de Él (...).
IV. LA TEMPLANZA
- Virtud que modera la inclinación a los placeres sensibles de la comida, bebida, tacto, conteniéndola dentro de los límites de la razón iluminada por la fe.
- Medios: para lo referente al placer desordenado del gusto, la templanza me dicta la abstinencia y la sobriedad; y para lo referente al placer desordenado del tacto: la castidad y la continencia.
- Virtudes compañeras de la templanza: humildad, que modera mi apetito de excelencia y me pone en mi lugar justo; mansedumbre, que modera mi apetito de ira.
(...) Pongamos primero la atención en la templanza, cuyas promesas son la pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven cogidos en las redes de los mayores errores y aflicciones. La codicia, dice el Apóstol, es la raíz de todos los males, y quienes la siguen naufragan en la fe y se hallan envueltos en grandes aflicciones (1 Tim 6, 10). Este pecado del alma está figurado en el Antiguo Testamento de una manera bastante clara, para quienes quieran entender, en la prevaricación del primer hombre en el paraíso (...).
Nos amonesta Pablo (cfr. Col 3, 9) que nos despojemos del hombre viejo y nos vistamos del nuevo, y quiere que se entienda por hombre viejo a Adán prevaricador, y por el nuevo, al Hijo de Dios, que para librarnos de él se revistió de la naturaleza humana en la encarnación. Dice también el Apóstol el primer hombre es terrestre, formado de la tierra; el segundo es celestial, descendido del cielo. Como el primero es terrestre, así son sus hijos; y como el segundo es celestial, celestiales también sus hijos, como llevamos la imagen del hombre terrestre, llevemos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 47); esto es despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ésta es la función de la templanza: despojarnos del hombre viejo y renovarnos en Dios, es decir, despreciar todos los placeres del cuerpo y las alabanzas humanas, y referir todo su amor a las cosas invisibles y divinas (...).
Conclusión
Estas virtudes morales restauran poco a poco, dentro de nuestra alma, el orden primitivo querido por Dios, antes del pecado original, e infunden sumisión del cuerpo al alma, de las potencias inferiores a la voluntad. La prudencia es ya una participación de la sabiduría de Dios; la justicia, una participación de su justicia; la fortaleza proviene de Dios y nos une con Él; la templanza nos hace partícipes del equilibrio y de la armonía que en Él reside. Preparada de esta manera por las virtudes morales, la unión de Dios será perfecta por medio de las virtudes teologales.
Como la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro virtudes—que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en las bocas de todos—como distintas funciones del amor. La templanza es el amor que totalmente se entrega al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor únicamente esclavo de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme a la razón; finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos.
Este amor, hemos dicho, no es amor de un objeto cualquiera, sino amor de Dios; es decir, del Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz. Por esta razón, precisando algo más las definiciones, se puede decir que la templanza es el amor que se conserva íntegro e incorruptible para Dios; la fortaleza es el amor que todo lo sufre sin pena, con la vista fija en Dios; la justicia es el amor que no sirve más que a Dios, y por esto ejerce señorío, conforme a la razón, sobre todo lo inferior al hombre; la prudencia, en fin, es el amor que sabe discernir lo que es útil para ir a Dios de lo que puede alejarle de Él.
San Agustín de Hipona-virtudes cardinales/morales
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